sábado, 24 de agosto de 2013

Incendios de nieve.

Hacía años que había dejado de sentir. Cada vez que echaba una mirada a su interior, solo encontraba un corazón que no latía, un corazón que había perdido calor y se hallaba anclado en su lugar gracias al hielo que se había formado a su alrededor. Dentro, ya no quedaba ni un ápice de calor, y (probablemente) jamás podría vencer esas capas y capas de frío. O, al menos, eso pensaba.
Vivía su vida con una pasividad pasmosa. Los hechos se sucedían uno tras otro a su alrededor, pero ella no los procesaba como propios. Era como si estuviera viendo una película, sí, podían afectarle los acontecimientos pero al rato, perdían efecto. Y cuando los recordaba, los pensaba en tercera persona.
De esta manera, pasaban los días, y la apatía cada vez se apoderaba más de su ánimo, el hielo cubría más y más su pecho, y la indiferencia ante la idea de la muerte (o más bien, la atracción, porque supondría un cambio en esa rutina que la asfixiaba) aumentaba.

Y, entonces, apareció. Ni siquiera planeaba que aquello acabara así, pero fue un proceso tan natural, tan gradual, que cuando se dio cuenta, ya estaba calada hasta los huesos, cuando abrió los ojos, descubrió un resquicio en ese largo invierno que albergaba dentro. Tampoco se molestó en luchar, pensó que (quizás) al ignorarlo, desaparecería por sí mismo. Pero se equivocaba.

Pasó de sonreír por inercia y con una dosis alta de cinismo, a hacerlo de ilusión, de pequeñas raciones de felicidad.
Alegrías asociadas a cierto nombre, que su mera mención, le provocaba reacciones que había olvidado.
No podía decir que se había enamorado, porque no, era distinto. Era un amor como la marea, que sube y baja pero siempre se mantiene sobre la misma línea y sabes que seguirá allí aunque te esfuerces por evitarlo.

Llegó un momento que la echaba de menos. Demasiadas veces. Pero ¿qué posibilidades tenía ante tal ejemplo de humanidad increíble?

Y un día, todavía no se explica cómo, acabó confesándoselo. Pero más inverosímil fue aún, la reacción. De algún modo, acabó dejando fluir todo el torrente de emociones que llevaba conteniendo demasiado tiempo, empezó el hielo a derrumbarse, primero poco a poco, y al final, a trozos gigantescos. Le daba miedo, es cierto, pero estaba dispuesta a vencer ese miedo por esas sonrisas, por esa calidez que sentía en el pecho cada vez que le decía (o susurraba) " Te quiero", por poder contemplar esa mirada que le decía tanto y la derretía completamente, por esos besos sabor fresa, o por esa voz que la hacía sentir más viva.