Se sentía como en
un laberinto sin salida.
Trataba de
olvidar un nombre, y se le olvidaban miles de cosas más, pero no eso.
Se le olvidaba el
tiempo.
Se le olvidaba el
comer.
Se le olvidaba su
propio nombre.
Se le olvidaba dónde
estaba.
Se le olvidaba el
mundo, pero no podía arrancarse la cabeza un simple nombre, que quizás representaba su mundo.
Seguía divagando
entre la realidad y el sueño. Ya no distinguía cuándo soñaba y cuándo podría
recordar eso como recuerdo. Intentaba averiguarlo, pero, a veces, se atravesaba
la mano y solo entonces era consciente de lo oníricos que eran los
acontecimientos. O se creía en una pesadilla a pesar de cerrar y abrir los ojos,
desesperadamente, tratando de despertar.
Era imposible. Se
gritaba a todas horas “¿Qué es la realidad?” para que solo una voz interior le
contestara también a gritos “La excusa para no creer y renunciar a tus sueños.
Excusa de tontos, pusilánimes, no caigas tú también”.
Cada mañana,
llevaba un centímetro más de ojeras en su cara de eterna vampiresa que se alimentaba a base de odio, sus ojos
adquirían el brillo enfermizo de la locura sin poder pararlo y ni siquiera podía
aliviarse con café, ¡lo odiaba! Nadie se daba cuenta, y, los pocos que lo hacían,
eran los que conseguían sacarla de su eterno estado de indiferencia. “Pero ¿a
quién realmente le importaba?” sonaba en su cabeza como una dulce melodía,
mientras en su rostro aparecía ese deje de melancolía que arrancaba suspiros
sin ser consciente de ello.
Vuelta al punto
de inicio. “¿Qué es la realidad?” El último día, encontró la respuesta.
La felicidad.