miércoles, 23 de julio de 2014

Corazones y resortes

Sí se murió ese día. Quizás no corpóreamente, pero su corazón fue enterrado esa noche, a las dos de la madrugada, a resguardo de miradas indiscretas y manos sucias.
A cambio, obtuvo un corazón de latón. Era del tamaño perfecto, había sido fabricado a medida. Sin embargo, tenía un fallo: Había que cuidarse de que las piezas estuviesen relucientes y con aceite siempre, o podían saltar resortes y Dios sabe qué más entre las entrañas. Eso hubiera desencadenado consecuencias catastróficas, empezando por hemorragias internas y acabando por tener que explicar a médicos qué hacía una caja de metal en el lugar de la usual masa de carne vital.
Era más cómodo así: Pese a que tenía que limitar el número de emociones por segundo, sabía que podía sustituir piezas en cualquier momento. Y mientras ni se ahogara ni su cerebro fallara, podía ser incluso inmortal. La idea no tentaba, había visto lo suficiente como para saber que no iba a cambiar el mundo ni en cincuenta ni en cien años.
El único problema que se le planteaba eran los sentimientos. Un corazón de acero inoxidable antihuellas no admitía sentimientos propios. Se lo advirtieron al comprarlo y pensó que no sería molestia, pese a que más tarde descubrió que sí. Solo podía tener sentimientos de segunda (o tercera...) mano. Sí, sí, tal cual. Había un mercado negro de sentimientos en uno de los barrios menos seguros de cada ciudad. Ibas y pedías el que querías. Podían estar en mejor o peor estado, pero el principal fallo era que o arrastraban recuerdos de la persona anterior o era imposible controlarlos. Eso creaba muchas situaciones bochornosas: Dejà-vús con desconocidos para su mente pero no para su corazón, o impetús incontrolables para hacer acciones que, racionalmente, jamás haría.
Aun así, no se arrepentía de aquella noche: A su corazón original le quedaban horas gracias al peso de la bilis del odio y el veneno de la rencor.