miércoles, 14 de mayo de 2014

Rabia, fiera entre fieras.

Rabia era un pequeño lobezno que ya tenía cinco primaveras. Rabia había nacido con el resto de sus hermanos y supo, desde el principio, que algo funcionaba mal en él porque siempre se quedaba el último para mamar de Madre Loba. Además, Madre Loba solía consolar al resto de los lobeznos cuando tenían heridas, pero a él, no.
Todo eso le venía a la mente cansada de Rabia, mientras estaba acorralado por los lobos de la otra ladera. No le miraban especialmente amigables; más bien, era una sonrisa macabra donde los colmillos brillaban a la luz de la luna llena.
Rabia estaba en territorio ajeno porque, finalmente, su camada lo había rechazado. Realmente, rechazado no era la palabra: lo habían desterrado. Pero, previamente, tuvieron la gratitud de atacarle mientras dormía, alejado del resto, puesto que siempre le trataban como si transmitiese una enfermedad letal. El ataque lo había dejado débil, herido, y con mucho rencor acumulado. O quizás, solo había sacado a flote el que ya tenía.
Había huído hacia ahí sabiendo que no le iban a aceptar, sin embargo, prefería ser atacado por extraños. Aunque eran extraños, la chispa de odio que veía en sus ojos se le hacía familiar.
Rabia intentó mostrarse amenazante pero el cansancio vencía y, tras haber corrido a lo largo de toda la tarde, no le quedaban muchas fuerzas.
Entendió que había llegado la hora de despedirse del mundo. No pensaba en los vivos, sino que en la naturaleza, que siempre había sido más bondadosa.
Recordó el riachuelo donde jugaba con ese pequeño lobo con heridas, que solía imitar sus movimientos.
Recordó el viento que acariciaba sus orejas y le indicaba dónde estaban las mejores presas.
Recordó la luna que tanto le sonreía en sueños.
Un gruñido lo devolvió de las ensoñaciones. Comprendió que estaba rodeado de fieras, y que él era una fiera, también, pero una fiera cansada, débil, y herida.
Su cuerpo, cuando amaneció, sirvió como manjar para los cuervos del bosque.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Bálsamo y paraíso

Bálsamo y paraíso.

«¡Qué remedio!» me dije.
Ironía, ante todo, porque me había quedado sin, precisamente, eso: un remedio. Era un remedio temporal, un parche, un bálsamo para aliviar el dolor, un analgésico. Nada que curase, es decir, solo posponía la muerte. Porque era inevitable, ¿o no?
Ahora sentía como si unas garras invisibles me atravesasen el cuello, y la garganta, por dentro, como una lija, entorpecía mi respiración. Esta era lenta, pesada, dificultosa.

«Y, ahora, ¿qué?» seguí.
Nada. Ahora nada. Las garras no encontrarán nada que les evite hacer a su antojo con el cuerpo. ¿O era el corazón lo que querían? ¿Qué buscaban? Si era mi alma, la vendía. A cambio del descanso en el paraíso. Terrenal, tenía que ser ese paraíso. Les podía dar las señas de ese lugar, pues lo había conocido, y me lo habían arrebatado.
Qué lejos quedaba, ahora.

Tosí.
Era la bilis, otra vez. Consecuencias. Meras consecuencias. De nuevo, subía – «Mi queridísima bilis, qué ansias de ir contra la gravedad.» – y me nublaba, porque nunca colmaba. No se puede colmar de ácido porque quema y, por lo tanto, desaparece el recipiente a su paso. A menos que sea un recipiente adecuado. Un cuerpo (orgánico, con fallos, límites químicos muy frágiles, la nada, la vida) no lo era.

«Adorado paraíso, ¡no te alejes más, por favor!» le grité al vacío.
¿Alguien me escuchaba? ¿El vacío está vacío o van a él los deseos irrealizables? Si es así, debía de poseer una parcela importante. «¿Quiere 2 m³ de vacío, madame?» ¿Sería suficiente? Tampoco lo quería llenar, porque aquellos deseos que fueran allí, perderían aquí. O los perdería yo.
(No) Es el fin. Telón.