Era un día soleado cuando
salió. Empezó a caminar hacia su destino con optimismo, ímpetu, ganas. Muchas
ganas. Parecía que nada cambiaría eso.
El camino estaba bordeado por
los distintos espacios verdes presentes en la gran población. El aire era
limpio y refrescante, revitalizador. En los jardines crecían rosas, amapolas,
azahares, jazmines, claveles, margaritas, tulipanes, begonias… Era un desfile
de colores (y espinas).
Se oscureció el cielo y, al
levantar la vista, vio que se habían presentado nubarrones. Aun así, siguió
caminando y confió en que no lloviera.
Sus confianzas fueron vanas.
Al rato, empezó a lloviznar. No volvió a por una protección ya que no quería
perder el tiempo. La lluvia, pese a no ser fuerte, mojaba y su camiseta tenía
algunas zonas oscurecidas por el agua. Tampoco se paró.
Lo que era llovizna, se
convirtió en tempestad, y entonces se preocupó. Se planteó pedir un paraguas en
alguna de las casas y, de hecho, lo intentó. Cuando lo hizo, se topó con su
principal problema: era muda y nadie la comprendió.
Así que siguió caminando con
la esperanza de llegar antes de enfermar.
La esperanza tampoco la
acompañó puesto que, unos minutos más tarde, la tos la obligó a parar. No le
había dado importancia anteriormente y ahora, por lo visto, iba a pagar las
consecuencias.
Llegó finalmente a su
destino. Calada, enferma, tiritando de frío y con una tos que daba la sensación
de que le salía la vida a cada cof.
Al cabo de unos días, el
resfriado se tornó neumonía pero se la diagnosticaron demasiado tarde.
Murió de que nadie quiso (o supo) ayudarla. Pusieron
que no había pedido ayuda.
¡Infame mentira!