viernes, 20 de diciembre de 2013

Era un día soleado cuando salió. Empezó a caminar hacia su destino con optimismo, ímpetu, ganas. Muchas ganas. Parecía que nada cambiaría eso.

El camino estaba bordeado por los distintos espacios verdes presentes en la gran población. El aire era limpio y refrescante, revitalizador. En los jardines crecían rosas, amapolas, azahares, jazmines, claveles, margaritas, tulipanes, begonias… Era un desfile de colores (y espinas).

Se oscureció el cielo y, al levantar la vista, vio que se habían presentado nubarrones. Aun así, siguió caminando y confió en que no lloviera.

Sus confianzas fueron vanas. Al rato, empezó a lloviznar. No volvió a por una protección ya que no quería perder el tiempo. La lluvia, pese a no ser fuerte, mojaba y su camiseta tenía algunas zonas oscurecidas por el agua. Tampoco se paró.

Lo que era llovizna, se convirtió en tempestad, y entonces se preocupó. Se planteó pedir un paraguas en alguna de las casas y, de hecho, lo intentó. Cuando lo hizo, se topó con su principal problema: era muda y nadie la comprendió.

Así que siguió caminando con la esperanza de llegar antes de enfermar.

La esperanza tampoco la acompañó puesto que, unos minutos más tarde, la tos la obligó a parar. No le había dado importancia anteriormente y ahora, por lo visto, iba a pagar las consecuencias.

Llegó finalmente a su destino. Calada, enferma, tiritando de frío y con una tos que daba la sensación de que le salía la vida a cada cof.

Al cabo de unos días, el resfriado se tornó neumonía pero se la diagnosticaron demasiado tarde.

Murió de que nadie quiso (o supo) ayudarla. Pusieron que no había pedido ayuda.

¡Infame mentira!