jueves, 25 de julio de 2013

Aliento de vida. Dos.

Despertó con los primeros rayos matutinos. Abrió sus ojos para contemplar con hastío la jaula donde estaba encerrado, lamentándose por su falta de movimirento.
Abrió las pequeñas alas grises, y empezó a dar pequeños círculos hasta que fijó la vista en la puertecilla que me mantenía dentro.
Estaba abierta.
Podía salir. Iba a poder sobrevolar los parajes qur más se le antojasen, comer las frutas/insectos (?) que le diese la gana, anidar en el árbol más precioso de todo el bosque.
Iba a conseguir su ansiada libertad.
No sabía cuándo ni quienes la habían abierto pero eso eran detalles menores.
No tenían la más mínima importancia.
Se dirigió hacia la pequeña verja de alambre dorado.
Las ilusiones habían cegado el frágil gorrión.
Salió y cuando había avanzado diez centímetros no pudo seguir. Aleteaba pero veía con impotencia que no conseguía ningún cambio.
Intentó una última vez, estirando con fuerza, y entonces visualizó mi sonrisa. Notó que algo iba mal, que era una mueca macabra.
Y, entonces, al forzar la cadena que le mantenía sujeto a su cárcel, el mecanismo se activó, y fue atravesado por una gillotina. Murió al instante.
Cometió un error: no preguntarse quién o con qué propósito habían abierto.
Solo uno. Llevar a cabo mi misión, pues soy La Muerte.

domingo, 7 de julio de 2013

Aliento de vida. Uno.

La miraba invisible, escondida entre las tinieblas.
Frágil como una fina capa de hielo, temblaba. Y tenía sus razones.
Se encontraba entre la espada y la pared, literalmente.
El muro que se extendía a sus espaldas la había cogido desprevenida. Al estar más pendiente del filo que la amenazaba, no había calculado correctamente las distancias.
Ahora ya no tenía escapatoria.
Rodeada por dos partes, miró a su izquierda. Era una esquina («Maldita sea»), el muro se doblaba en ese punto.
En busca de un respiro, miró a su derecha. Solo vio las sombras, pues no podía saber que la esperaba. Todavía me mantenía oculta.
La punta del florete empezaba a estar peligrosamente cercana.
La desesperación no le permitió prever o pensar qué podía encontrarse y se lanzó en dirección mía corriendo.
«Es el momento» me dije.
Esperé al instante en que me iba a atropellar para hacerme notar. Cuando se fijó en mí, palideció y supo que era su final.

Sus últimas palabras fueron mi nombre.
«La muerte.»