sábado, 23 de noviembre de 2013

Espejos

Contaban las leyendas que antaño existieron unos artefactos llamados “espejos”, en los que podías ver el reflejo que te ofrecía el sol.

Nadie sabía si era cierto o no, aunque ella soñaba a veces con esos “espejos” y con que, al mirarse, sonreía por lo que veía.
Sin embargo, una vez se levantaba, tenía que acordarse de que aquello eran meras imaginaciones y que los únicos reflejos permitidos eran los que te ofrecían los ojos de la gente.
Ese día, se preparó para ir como siempre al río y ofrecer sus servicios como lavandera para los ricos. Sobre todo, porque los pobres ni se podían permitir comprarse suficiente ropa como para no lavarla ellos, ni tenían el suficiente dinero como para pagarlo.
Llegó con su pastilla de jabón —“¿Cuándo se había gastado tanto? Pensaba que duraría un mes pero si llega a una semana, será un milagro”.— intentando evitar al máximo las miradas del resto de los pueblerinos.
Especialmente, del resto de su gremio.

Un monstruo horroroso, inútil, inservible, que asustaba a los niños y provocaba el asco de los adultos.

Nunca se atrevió a preguntar qué era aquello tan horrendo de su aspecto para provocar tal reacción. Y menos aún, fue capaz de reunir el valor suficiente como para mirar su reflejo en el agua. Había oído decir que se veía de manera imperfecta y, pese a eso, estaría dispuesta a descubrirlo.

La paralizaba el miedo.

“¿Y si era realmente un ser abominable?”.
La asustaba esa idea hasta el punto de impedirle mirar el agua en calma.
Procuraba guiarse por el tacto a la hora de enjabonar la ropa, y todo el proceso en sí, se limitaba a fijar la vista en un punto del horizonte. Solo se permitía a sí misma fijarse en el agua cuando estaba cubierta de burbujas —“No hay riesgo, ¿verdad?—.
Cuando volvió a su casa, se desvistió rápidamente y se metió bajo la tela harapienta que le servía de manta (si es que se podía llamar así).
Volvió a soñar con esos condenados espejos. Se despertó muy agitada.

Por la ventana, entraban los primeros albores del día. Al levantarse notó algo a sus pies. Retiró la manta y se encontró un objeto metálico. Lo cogió y empezó a darle vueltas. En uno de los giros, se fijó en que su mano —“¿Era su mano o…o qué, exactamente?”— aparecía en la superficie del objeto.
Puso la extremidad frente la superficie que parecía de plata y descubrió que una réplica exacta aparecía.
Empezó a preguntarse qué era aquello y, de repente, se acordó.

“Es…¿Espejos?”

Se dio cuenta de que aquella era la oportunidad perfecta para comprobar su reflejo. Al pensarlo, sintió un peso en el pecho, una angustia que la arrastraba a dudar si realmente quería descubrirlo.
“Pero había aparecido de la nada, ¿no? Quizás también iba a desaparecer sin avisar y, entonces, ¿qué?” Se arrepentiría, estaba segura.

Era ahora o nunca.

Cerró los ojos, intentando imaginar qué vería. ¿Qué cabía esperarse? No tenía ni la menos idea, pero suponía que algo debería justificar lo que veía en los ojos de los demás.
Puso el objeto frente su cara con los ojos todavía sin abrir, contó hasta diez —“Uno… dos… tres… cuatro… cinco… seis… siete… ocho… nueve… y diez.”—  y abrió los ojos.
Se encontró con un rostro, supuestamente el suyo, que tenía una mueca un tanto extraña.
Subió la vista hacia sus propios ojos y descubrió que  los iris tenían una coloración verdosa. Examinó su pelo: despeinado. Sabía que aquello se resolvía fácilmente.

Y le surgió inmediatamente la duda de dónde estaba aquello que producía aquel horrendo reflejo en ojos de los demás.
No lo encontraba por ninguna parte.

Quizás no lo sabría nunca.
            Quizás no lo descubriría jamás.

                        Quizás no era como la veían los demás, sino cómo se veía ella misma.

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