Contaban las leyendas que antaño existieron unos artefactos
llamados “espejos”, en los que podías ver el reflejo que te ofrecía el sol.
Nadie sabía si era cierto o no, aunque ella soñaba a veces
con esos “espejos” y con que, al mirarse, sonreía por lo que veía.
Sin embargo, una vez se levantaba, tenía que acordarse de
que aquello eran meras imaginaciones y que los únicos reflejos permitidos eran
los que te ofrecían los ojos de la gente.
Ese día, se preparó para ir como siempre al río y ofrecer
sus servicios como lavandera para los ricos. Sobre todo, porque los pobres ni
se podían permitir comprarse suficiente ropa como para no lavarla ellos, ni tenían
el suficiente dinero como para pagarlo.
Llegó con su pastilla de jabón —“¿Cuándo se había gastado
tanto? Pensaba que duraría un mes pero si llega a una semana, será un milagro”.—
intentando evitar al máximo las miradas del resto de los pueblerinos.
Especialmente, del resto de su gremio.
Un monstruo horroroso, inútil, inservible, que asustaba a
los niños y provocaba el asco de los adultos.
Nunca se atrevió a preguntar qué era aquello tan horrendo de
su aspecto para provocar tal reacción. Y menos aún, fue capaz de reunir el
valor suficiente como para mirar su reflejo en el agua. Había oído decir que se
veía de manera imperfecta y, pese a eso, estaría dispuesta a descubrirlo.
La paralizaba el miedo.
“¿Y si era realmente un ser abominable?”.
La asustaba esa idea hasta el punto de impedirle mirar el
agua en calma.
Procuraba guiarse por el tacto a la hora de enjabonar la
ropa, y todo el proceso en sí, se limitaba a fijar la vista en un punto del
horizonte. Solo se permitía a sí misma fijarse en el agua cuando estaba
cubierta de burbujas —“No hay riesgo, ¿verdad?—.
Cuando volvió a su casa, se desvistió rápidamente y se metió
bajo la tela harapienta que le servía de manta (si es que se podía llamar así).
Volvió a soñar con esos condenados espejos. Se despertó muy
agitada.
Por la ventana, entraban los primeros albores del día. Al
levantarse notó algo a sus pies. Retiró la manta y se encontró un objeto metálico.
Lo cogió y empezó a darle vueltas. En uno de los giros, se fijó en que su mano
—“¿Era su mano o…o qué, exactamente?”— aparecía en la superficie del objeto.
Puso la extremidad frente la superficie que parecía de plata
y descubrió que una réplica exacta aparecía.
Empezó a preguntarse qué era aquello y, de repente, se acordó.
“Es…¿Espejos?”
Se dio cuenta de que aquella era la oportunidad perfecta
para comprobar su reflejo. Al pensarlo, sintió un peso en el pecho, una
angustia que la arrastraba a dudar si realmente quería descubrirlo.
“Pero había aparecido de la nada, ¿no? Quizás también iba a
desaparecer sin avisar y, entonces, ¿qué?” Se arrepentiría, estaba segura.
Era ahora o nunca.
Cerró los ojos, intentando imaginar qué vería. ¿Qué cabía
esperarse? No tenía ni la menos idea, pero suponía que algo debería justificar
lo que veía en los ojos de los demás.
Puso el objeto frente su cara con los ojos todavía sin
abrir, contó hasta diez —“Uno… dos… tres… cuatro… cinco… seis… siete… ocho…
nueve… y diez.”— y abrió los ojos.
Se encontró con un rostro, supuestamente el suyo, que tenía
una mueca un tanto extraña.
Subió la vista hacia sus propios ojos y descubrió que los iris tenían una coloración verdosa. Examinó
su pelo: despeinado. Sabía que aquello se resolvía fácilmente.
Y le surgió inmediatamente la duda de dónde estaba aquello
que producía aquel horrendo reflejo en ojos de los demás.
No lo encontraba por ninguna parte.
Quizás no lo sabría nunca.
Quizás
no lo descubriría jamás.
Quizás
no era como la veían los demás, sino cómo se veía ella misma.
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